Relatos cortos, reflexiones en voz alta, experiencias de vida y algún que otro recuerdo sentimental para mis amigos y compañeros, todos grumetes en este barco nuestro que es la vida; una vida que hemos decidido compartir. Para vosotros, esta bitácora.

viernes, 12 de junio de 2009

Rand e Isolda

Cuando, al cabo de muchos años, Rand estaba presentando el teorema de Física aplicada que le valió el premio a la mejor investigación científica del año, le vino a la mente el rostro de Isolda con total claridad. Hacía mucho que, por más que se esforzara, era incapaz de recordar sus rasgos con exactitud. Sabía que sus ojos eran verdes, grandes. Recordaba su mirada triste y decepcionada, empañada de lágrimas, pero guardaba de esa imagen una borroso recuerdo que parecía haber ido perdiendo fuerza, desapareciendo silenciosamente hasta que sólo quedaron aquellos ojos brillantes que inquirían de él lo que él jamás le dijo…

Aquella noche, frente a una multitud de oyentes vestidos con sus mejores galas, Rand, cuyos cabellos ya eran blancos y las manos le temblaban por la artrosis avanzada, vio a Isolda frente a sí, tan real como si estuviera sentada en cualquiera de las mesas de la sala; su semblante era sereno, como siempre había sido, y sus ojos inquirían, sí, pero de un modo distinto esta vez…

Rand tenía ocho años cuando Isolda nació. Sus padres jamás se conocieron, y ambos vivían alejados el uno del otro por centenares de kilómetros; sin embargo, Rand lo percibió. Cuando Isolda se cayó del columpio a los tres años y se rompió la rodilla, Rand pudo sentir el dolor. También percibió su terror cuando ella se perdió en la gran estación de Waterloo la vez que viajó con sus padres a Inglaterra. Por eso cuando la conoció por casualidad en la universidad de matemáticas, tuvo la sensación de haber estado a su lado toda la vida.
Cuando Isolda conoció a Rand, sin embargo, no comprendió al momento el lazo que los unía, y que los uniría dolorosa y arbitrariamente durante el resto de sus días; su sensibilidad se sintió ofendida por la actitud bravucona del que creyó un mocoso arrogante y estúpido, y lo trató con menosprecio. Por aquel entonces Isolda estudiaba arte y asistía de vez en cuando a conferencias en las universidades de ciencias; su pasión secreta, su amor imposible, eran la física y las matemáticas, por las que sentía una admiración sólo refrenada por la demasiado abstracta lógica de una mente humanística y una infancia sembrada de suspensos en ambas asignaturas.
La primera vez que Isolda leyó en la gaceta universitaria un artículo firmado por Rand sobre las inflexiones de la luz en la pintura de Caravaggio, pensó que se habían equivocado de nombre; la luz en los cuadros de Caravaggio la fascinaba y ella misma llevaba días tratando de elaborar un estudio sobre ese tema…
La situación se repitió diversas veces en distintas ocasiones; Rand publicaba sobre cosas en las que ella se había pasado días pensando; parecía adelantársele de continuo, como si de algún modo tuviera acceso a su mente…

Una mañana Isolda se dio cuenta de que se había metido por error en una conferencia de astrofísica avanzada; convencida de que no entendería nada de lo que dijeran y disgustada por ver a Rand en primera fila se levantó, dispuesta a marcharse, cuando, de forma casi milagrosa, empezó a percibir que lo que llegaba a sus oídos parecía tener perfecto sentido. Al día siguiente sus colegas de la gaceta universitaria publicaron el artículo que Rand hubiera publicado de haber tenido más tiempo. Y, quizá por primera vez, Isolda entendió lo que en cierta manera ya intuía, y lo que Rand ya sabía hacía tiempo: de algún modo desconocido e incomprensible, sus mentes, sus emociones y pensamientos estaban conectados.

La universidad terminó, y sus encuentros, que ya eran escasos entonces, se hicieron ínfimos. Por extrañas casualidades de la vida, siempre coincidían de algún u otro modo allá donde fueran. Algo en su fuero interno les indicaba dónde se encontraba el otro en todo momento, de modo que podían hallarse sin problemas en una plaza llena de gente sin titubear ni ir en dirección equivocada; al verse, a penas se hablaban. Sabían que no hacía falta. Se miraban mucho, se intercambiaban unas pocas palabras, no se tocaban nunca…

Así, Rand e Isolda se acostumbraron a llevar existencias paralelas de entendimiento mutuo, callado y consentido mientras los años se sucedían y los acontecimientos pasaban, en cierta forma compartidos desde la lejanía. Isolda supo cuando la madre de Rand dejó a su padre; también sintió su desengaño y su rabia cuando la prometida de Rand se marchó con su mejor amigo.
Pero un día los sentimientos de Isolda cambiaron hacia Rand; y aunque él lo percibió, no se sintió preparado para aceptar lo que, tal vez, sabía desde siempre que ocurriría tarde o temprano. Su miedo le superó. Ella lo sabía todo de él; ¿qué podía temer? Pero la temía. Quizás por eso no la había ido a buscar jamás. Quizá por eso sus encuentros habían sido siempre fugaces. No supo nunca explicarse por qué. Hasta entonces Isolda no le había pedido nada; sus sentimientos habían sido tan apacibles en ella como su rostro; su unión espiritual era una unión que no exigía, que no lo ataba. Cuando los sentimientos de ella se hicieron más y más fuertes, él se sintió aterrorizado, y ella lo supo. La siguiente vez que se encontraron en la plaza, ambos ignoraban por primera vez lo que iban a decirse. El trató de pasar de largo, pero era absurdo pensar que ella creería que no le había visto: se percibían en la distancia con perfecta claridad, como si en ese lugar sólo estuvieran ellos. La encontró con los ojos llenos de lágrimas; su mirada lo traspasaba, rebuscaba en su alma como siempre había hecho; intentaba encontrar la respuesta que no se hallaba allí. Él partió, sin saber que decir, pero sin poder dejar de sentir clavados en su nuca aquellos ojos que irradiaban decepción… Pocos días después, Rand sintió que una parte de sí estallaba en pedazos. Se despertó en medio de la noche empapado en sudor y presa de un terrible desasosiego. Intentó calmarse, pero era imposible. No la sentía. Ella no estaba. No recordaba haber usado jamás el teléfono para contactarla; de hecho no sabía si lo tenía. Necesitó la ayuda de algunos de sus ex compañeros para localizar su número; llamó a su casa, pero nadie respondió. Al día siguiente contestó la voz de una mujer: era su madre. Había habido un accidente; Isolda había muerto.

Los años pasaron como una bruma espesa que se lleva todo recuerdo; Rand los vivió a tientas, intentando aferrarse a lo que tenía a su alcance. Se sucedieron en su vida varios matrimonios, todos fallidos. Finalmente se embebió en sus estudios de física, se volvió ermitaño y hosco. Aquello que él había dado por sentado tanto tiempo, aquello que creía que duraría eternamente, había desaparecido para siempre; jamás le había dicho que la amaba. Porque la amaba. La amaba desde que la sintió nacer; la amaba cuando le robó su idea acerca de la luz en la obra de Caravaggio; la amaba cuando, en su intimidad y su soledad, en su tristeza y en su vergüenza, se sentía percibido, aceptado y comprendido por ella. Y la amaba cuando se preguntaba al ver sus lágrimas porqué no podía devolver el sentimiento que fluía de ella con la misma fuerza. Y tal vez ella lloraba porque, tras ese terror que lo cubría todo, percibía en él aquel amor que, sólo después, el propio Rand logró comprender por sí mismo. Ella había sido su alma y su guía. Mientras ella estaba no había necesitado examinarse a sí mismo. Y ahora la tarea de dar a entender a los demás quién era le resultaba ardua, extenuante y, a menudo a juzgar por los resultados, inútil.
Un buen día, quizá no el mejor pero tampoco el peor, encontró entre sus papeles la gaceta de la universidad en la que Isolda había escrito su artículo. Decidió darle réplica. Desarrollando las ideas que Isolda había expuesto (que en parte eran suyas), elaboró un teorema cuya parte práctica fue recibida con entusiasmo entre la comunidad científica, si bien la faceta que más le interesaba a él, esto es, el modo como dos seres conscientes pueden percibirse el uno al otro en la distancia haciéndose eco de una posible aplicación de la teoría de las supercuerdas pasó completamente desapercibida.
Cuando supo que había ganado el premio a la mejor investigación científica del año, pensó en rechazarlo. Sin embargo algo dentro de sí le decía que debía irlo a buscar. Se lo debía a ella. Y frente a una multitud de oyentes vestidos con sus mejores galas, Rand, cuyos cabellos ya eran blancos y las manos le temblaban por la artrosis avanzada, vio a Isolda frente a sí, tan real como si estuviera sentada en cualquiera de las mesas de la sala; su semblante era sereno, como siempre había sido, y sus ojos inquirían, sí, pero de un modo distinto esta vez…
“A Isolda, de un Tristán que nunca te mereció”, pronunció ante un expectante público. Algunos rumoreaban que se trataba de alguna de sus ex mujeres. Otros lo creyeron una metáfora. Pero Rand no pudo decir más, porque su corazón falló y se desplomó, perdiendo el sentido. Los asistentes se levantaron en un tremendo alboroto; llamaron a la ambulancia y lo llevaron corriendo al hospital, pero Rand ya no notaba nada.

Vestida de azul, entre la absorta multitud, Isolda se levantó y fue a tomar el premio de su mano mientras él, aún de pie en el púlpito, la contemplaba con asombro y veneración.
Dejando el trofeo sobre el atril, ella tomó su rostro con sus manos y lo besó por primera y última vez…

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