En febrero de 2010 presenté este relato al X concurso Alfonso Martínez-Mena de relato corto en Alhama de Murcia. Fui seleccionada de las 20 primeras entre 724 candidatos.
Es, como prometí, la traducción de un relato que ya colgué en catalán en este mismo blog.
CONVIVENCIA INVOLUTARIA
“Otro caso de una mujer sola que se abandona ... “El médico refunfuñaba entre dientes mientras se apresuraba a terminar el papeleo que tan poco le gustaba. Él era cirujano y, circunstancialmente, forense, pero no secretario, ni administrativo, ni burócrata.
- ¿La causa de la muerte, pues? - El muchacho enviado por comisaría formuló en pocos segundos la pregunta que había llevado escrita en la frente durante toda la tarde. A pesar de sus veinticuatro años, el joven policía recién licenciado seguía teniendo ese aire de chavalín imberbe y culo inquieto que lo hacía ideal para mozo de los recados. El médico le miró de arriba a abajo. La prisa le pegaba tan poco a él como al muchacho la paciencia; lo único que los unía en aquellos momentos era ser las personas equivocadas en el lugar equivocado. - Insuficiencia renal – concluyó el hombre de la bata amarillenta con aire cansado. -Es la consecuencia de no haberse tomado la insulina de forma regular. Esta mujer era diabética y, seguramente, ya llevaba días sin ir al médico y sin pincharse ...
Los servicios sociales no la conocían de nada. Cobraba una exigua pensión de viudez, pese a ser joven todavía. No tenía hijos, no recibía visitas y los vecinos sólo la conocían de verla entrar y salir para ir a comprar o tirar la basura. Esto último no era de extrañar pues, a fin de cuentas, vivía en uno de esos edificios donde casi todos los inquilinos son nuevos, trabajan todo el día y bastante trabajo tienen para recordar la cara de quienes habitan bajo su propio techo.
El hallazgo del cuerpo sin vida de aquella mujer anónima había sido completamente causal: el fontanero contratado por la aseguradora del vecino de abajo tenía que revisar una tubería que pasaba justo por el cuarto de baño de ella; después de llamar a su puerta muchas veces, el vecino en cuestión recordó que llevaba mucho tiempo sin verla. La encontraron sentada sobre la tapa del váter; talmente parecía que estuviera esperando algo. El caso no entrañaba a simple vista la menor complicación y se habría archivado sin más de no ser porque había algo que al inspector encargado no acababa de cuadrarle, aún a pesar de que aquella historia no era nueva y de que la había visto repetirse con cada vez más frecuencia a lo largo de los años…
La casa era de una sencillez espartana y los objetos personales, casi una rareza. Las paredes estaban desnudas; las estanterías de los muebles, prácticamente vacías. En una palabra: no había nada en aquel piso que diera la menor pista de quién era la persona que había estado viviendo en él durante todos aquellos años. Quizá por eso la libreta llamaba tanto la atención. Sobre la mesita de noche encontraron un pequeño cuaderno lleno de anotaciones de todo tipo: a veces eran listas de la compra; otras veces parecían explicar cosas de su vida, detalles sin importancia, seguidos de líneas de contenido insulso copiadas de algún periódico. Todo esto hasta llegar a la última página; ésta era de un extremo sentimiento. Llena de garabatos y correcciones, aparecía una carta, una súplica, una letanía: "Te quiero, te quiero, devuélveme la vida que me diste ... Pero es cierto, no tengo derecho a retenerte, no tengo derecho a limitar tu libertad, con la que has llenado de felicidad mis días ... Te quiero, te quiero y eso es lo único que te puedo ofrecer ... "
Teresa Ferrer era la vecina del 5 º segunda de toda la vida, aunque ya no hubiera nadie que pudiera confirmarlo. Viuda casi desde que se acordaba, se levantaba cada mañana a las siete en punto; se lavaba, se vestía, y luego empezaba a fregar la casa de arriba abajo. Quitaba el polvo, limpiaba los cristales y fregaba el suelo de rodillas con un cepillo y un cubo de agua con jabón. Paraba un rato para comer, pero comía poco. El televisor llevaba años sin funcionar: era poco más que otro mueble inútil. En caso de que las tareas de cada día acabaran antes de la hora de cenar, desmontaba las estanterías y las repasaba con un trapo, o bien descolgaba las cortinas, las lavaba, las planchaba y las volvía a colgar. Y así cada día. Su mundo funcionaba por la pura inercia de existir, sin que existir significara nada en absoluto. Obviamente, la señora Ferrer no había vivido siempre del mismo modo, pero quien había sido, o incluso quién era, era algo de lo que ni ella quería acordarse, ni a nadie parecía interesarle, de modo que, poco a poco, fue olvidando las viejas formas. Olvidó todas aquellas cosas que la hacían un ser humano rodeado de otros seres humanos y se abandonó a una vida ermitaña sin distracciones, sin necesidades a satisfacer, sin sentimientos de alegría o de tristeza, sin sentido de la dependencia, sin lazos afectivos de ningún tipo, sin felicidad ni conciencia de no tenerla. De su vida anterior sólo quedaban dos cosas: la costumbre de inyectarse insulina cada día -un hábito que, de no haber sido tan mecánico, rutinario e inherente, quizá habría abandonado sin que la posibilidad de perder la vida por ello le hubiera preocupado lo más mínimo- y escribir, daba igual qué: listas, números, fragmentos de las páginas amarillas o de los periódicos que, después, ponía en el suelo recién fregado. De este modo los cuarenta y ocho años la sorprendieron arrugada y escuálida, como si cada año contara cinco, o aún peor, como si hubiese nacido vieja.
La primera vez que oyó aquella voz diáfana estaba desmontando los postigos de una ventana. Qué era aquello que entraba como un rayo de luz y llenaba todos los rincones de su casa, no lo sabía, pero enseguida entendió que debía averiguarlo. Dejando la faena a medio terminar, recorrió las estancias buscando su origen. Venía del cuarto de baño, pero no del suyo: la ventana del patio de luces daba a la escala de al lado, y a la misma altura se abría la ventana del vecino del quinto del edificio contiguo. Aquel piso, que había permanecido vacío durante mucho tiempo, había sido comprado recientemente por un cantante de ópera, pero, por supuesto, de todo esto ella no sabía nada. Se limitó a sentarse presa del asombro sobre la taza del inodoro mientras escuchaba aquel sonido aterciopelado, cálido, profundo y prácticamente infinito. Así permaneció minutos, quizás horas, hasta que la voz cesó y la realidad absoluta que ella representaba desapareció tan repentinamente como había aparecido.
Al día siguiente sucedió lo mismo, y también el otro, pero algo había cambiado: las horas del día, aquellas mismas horas que hasta entonces se dedicaba a ahuyentar sin pensar, sin sentirlas llegar ni desaparecer y sin distinguir las de la mañana de las de la tarde empezaron a parecerle eternas e interminables hasta que llegaba el momento señalado, allá sobre las once de la mañana. La ansiedad por saber el tiempo que faltaba cada día hasta el instante solemne, así como el que restaba hasta su repetición a la mañana siguiente la empujaron a buscar un viejo reloj de pulsera que llevaba años olvidado en un cajón. Había otros dos más en la casa, pero ninguno funcionaba; no los había necesitado hasta entonces, pues se levantaba a la hora por costumbre. El resto del día, el tiempo y sus preocupaciones no eran de su incumbencia. Teresa no sentía el peso de los minutos que se pierden del mismo modo que no sentía el peso de la vida, ni en la luz, ni en los colores, ni en las flores, ni en los olores del aire, porque la vida que llevaba no era ni tan siquiera un triste sucedáneo de ésta, y ella ni tan siquiera lo sospechaba. Un día, en lugar de la voz melodiosa y antes de la hora prevista, el aire se llenó de sonidos armónicos y desconocidos. Como un torrente de agua, las notas invadieron el agujero del patio y se desbordaron por la ventana entreabierta del baño de Teresa. El torrente se repitió varias veces, a horas diversas, sin que la voz melodiosa dejara de sonar, puntual, sobre las once, llenando el aire, expandiendo sus límites como un cielo azul de verano que estalla bajo la luz abrumadora del sol, ora sugerente como un susurro, ora apasionada como el abrazo de los amantes que vuelven a verse tras una larga ausencia. En cierta ocasión, sin embargo, quizás al cabo de una semana, quizás al cabo de un año, la voz no sonó. Teresa esperó con paciencia, aguzando el oído con atención, como si al aumentar la intensidad con que se esforzaba por oír algo pudiera alcanzar la fuerza necesaria para atraer el objeto de su empeño. Toda ella era oído y sólo oído, y para tal fin cerró los ojos y analizó los sonidos de su entorno: la gota que caía, desacompasada y recalcitrante, sobre la uralita de los bajos, una gota de agua que volvía locos a casi todos los vecinos, pero que ella tal vez fuera la primera vez que notaba; la tromba de agua que bajaba por la tubería cada vez que alguien tiraba de la cadena; las conversaciones inconexas los vecinos de arriba, de los de abajo, los de un poco más arriba ... Y así todos los detalles que habían formado siempre parte de aquel mundo de convivencia involuntaria y que hasta aquel entonces había pasado por alto, sin que el deseo consciente de hacerlo jugara jamás el menor papel. Por primera vez desde que vivía en aquella casa, Teresa tomó consciencia de lo que era vivir en comunidad; pero la voz no apareció. La volvió a esperar casi con desesperación al día siguiente, pero tampoco entonces acudió a su llamada. Quizá debía desearlo más, quizá no se había esforzado lo suficiente… fuera como fuese, el mundo le cayó encima. Regresó entonces a las tareas de siempre, pero cada dos por tres corría al baño con la esperanza de que, quizás si no la atosigaba con su fervorosa y devota espera, surgiría espontáneamente y la envolvería con su encanto, consolándola como una madre consuela con sus caricias a su pequeño que le ha esperado toda la tarde, haciéndole olvidar en un instante su llanto y su angustia.
Fue entonces cuando, como un mal sustituto o como un huésped que no se espera, se coló por su ventana el eco de una tos sorda y desagradable. Al principio pensó que podría venir de más arriba, pero al cabo de poco rato no hubo lugar duda: venía justo al lado. Como sacudida por la sorpresa, Teresa entendió, una vez más por vez primera, que aquella etérea, hipnótica y rutilante maravilla que le había sido regalada hasta entonces no era un ser dotado de vida propia ni un elemento de la naturaleza que se explicara por sí solo, sino que más bien pertenecía a alguien, alguien a quien iba intrínsecamente ligada: alguien que tenía una vida, un trabajo y unas costumbres; alguien que sentía, que pensaba, y que, obviamente, podía enfermar. En contra de lo que podía haber ocurrido, este conocimiento no la decepcionó lo más mínimo, antes bien: desde aquel instante la preocupación por el propietario de la voz fue absoluta, prioritaria. Cada día le oía levantarse; probablemente lo habría oído antes si hubiera prestado atención, pero ahora era consciente, ahora le notaba, ahora participaba de cada pequeño detalle de su existencia contabilizable en el conjunto de todos aquellos sonidos que se filtraban a través de los finos tabiques que les servían de paredes. Él, (por qué aquella voz sólo podía ser de un hombre) se levantaba más tarde que ella, hacia las ocho y media de la mañana. Le oía ducharse, afeitarse, arreglarse y marchar. De haber mirado por la ventana, habría sabido qué aspecto tenía, pero ella prefería esperar como si el hecho de no haberlo visto nunca y conocerle únicamente a través del sentido que tanto le honraba fuera parte de un pacto secreto, una pequeña excentricidad de la que ambos fueran cómplices. Regresaba a las diez. No se preguntó nunca dónde iba, pues sabía que volvería, como la mujer que sabe que, después de rondar de acá para allá, su marido volverá siempre a ella.
Pasado el resfriado, él volvió a cantar y ella adquirió la costumbre de hablarle, pero lo hacía en susurros tan inaudibles que, incluso si el hombre de la voz diáfana se hubiese parado a escuchar, no la habría oído. Mientras tanto, la vida de Teresa había cambiado radicalmente. Seguía haciendo sus tareas como antes, pero ahora algo nuevo había irrumpido en su inamovible y pétrea unidireccionalidad vital, que quemaba un día tras otro con impertérrita indiferencia. Después de muchos años, quizás más de los que deberían ser posibles, ella se desvivía por alguien, sufría y se alegraba por alguien; sí, después de muchos años, Teresa Ferrer, que había enterrado sus sentimientos y de poco entierra a sí misma, amaba alguien. Si aquella mañana de primavera Teresa se hubiese asomado a la ventana, hubiese atisbado a través de las cortinas, o quizás tan sólo se hubiese centrado en algún otro ruido que no fueran aquellos que se producían allí donde vivía la fuente de su efímera y huidiza felicidad, tal vez se hubiera dado cuenta del ruido del camión de la mudanza e incluso podría haberlo relacionado con el de los muebles moviéndose arriba y abajo, que, esta vez sí, había percibido desde muy temprano en piso de lado. El rumor duró casi medio día y entretanto a él no se le oyó ni una sola vez, pero Teresa no se sorprendió. Imaginaba que quizá él había ido a comprar muebles nuevos y que los estaba colocando en su sitio; entendió perfectamente que su amor no tuviera tiempo de dedicarle su recital diario. Pero una vez pasada la mudanza, los ruidos cesaron, y no sólo los ruidos de los muebles. Habían cesado todos los ruidos. Pasaron horas, pasaron días, pero nada. El piso estaba vacío, y el vacío podía notarse incluso en la distancia: se había marchado. Se había marchado para no volver. Se había ido para siempre. La desesperación la golpeó como nunca antes. La asaltó el pánico, perdió el norte. No se alejaba del cuarto de baño prácticamente para nada. En la confusión los pensamientos se mezclaron, brotaron viejos sentimientos cauterizados hasta la momificación. El dolor y la desorientación de haberlos desenterrado todos al mismo se le hizo insoportable. Entonces fue cuando se le ocurrió. No sabía si era buena idea, pero tenía que intentarlo; cogió su vieja libreta de escribir, llena de garabatos inútiles y trató de escribir lo que sentía. Lo sentimientos de traición y rencor desaparecieron pronto. Hizo una pausa, releyó lo que había escrito y borró algunas de las palabras, de modo que finalmente, lo que resultó había adoptado la forma de una plegaria:
"Te quiero, te quiero, devuélveme la vida que me diste ... Pero es cierto, no tengo derecho a retenerte, no tengo derecho a limitar tu libertad, con la que has llenado de felicidad mis días ... Te quiero, te quiero y eso es lo único que te puedo ofrecer ... " Era la más sacra que todas las plegarias que hubiera podido ofrecer. Eran las palabras con más sentido que había dicho jamás. Era su rezo, y nunca lo sabría, también su redención.
Lo que ocurrió después responde únicamente al esfuerzo consciente de querer morir, o dejarse morir. Tiró a la basura la insulina que le quedaba -acaso su férrea e inherente costumbre la traicionara- y esperó sentada sobre la tapa del váter, que era lo más cerca que podía estar de su cielo particular, aquel cielo que había iluminado hasta el esplendor su ínfima existencia, dotándola de lo que hasta entonces le faltaba: un propósito. Un propósito que, al volar su origen, había dado paso a otro, igual de firme, igual de consciente. Pero ¿es que acaso no era volando como había llegado él a su vida, con su voz diáfana, cálida, aterciopelada, profunda y prácticamente infinita?
Tarsis Judá Leví