Relatos cortos, reflexiones en voz alta, experiencias de vida y algún que otro recuerdo sentimental para mis amigos y compañeros, todos grumetes en este barco nuestro que es la vida; una vida que hemos decidido compartir. Para vosotros, esta bitácora.

lunes, 31 de mayo de 2010

Oda a las cosas que se rompen


A ninguno nos gusta que se nos rompan las cosas. Ya sea porque apreciábamos el objeto en sí, por el engorro de tener que arreglarlo (de ser eso posible) o simplemente por no poder volver a utilizar o exhibir la cosa que ya no se halla en condiciones de seguir dándonos servicio, todos compartimos, segundos después del incidente que deja inútiles nuestras posesiones, una extraña sensación mezcla de fastidio y desasosiego. Es por ello común alejar de la vista la causa de nuestros pesares, es decir, el artefacto maltrecho, que acaba siendo restaurado en el mejor de los casos, y arrinconado o tirado a la basura en el peor.
Todo el mundo estará de acuerdo conmigo si digo que, hasta que la ciencia no invente una fórmula para salvar a la materia física del paso del tiempo o de las consecuencias inmediatas de la gravedad, el único método ideal para evitar que tan cotidiano desastre se repita sin cesar es no usando nada. Objeto que no se usa, objeto que no se rompe; e invirtiendo el paradigma, objeto que usamos, especialmente si lo hacemos con frecuencia, objeto que tiene todos los puntos de la rifa para irse al garete tarde o temprano. Se nos rompen platos, vasos, bombillas y otros enseres de uso cotidiano, sí, pero también se rompen cosas cuyo reemplazo se hace más difícil, y que somos reticentes a desechar porque nos traen más de un grato recuerdo: aquellas bambas Reebok que usamos hasta que la suela se desintegró casi por completo, aquellos tejanos tan cómodos que usamos con tanta frecuencia durante nuestra adolescencia que estuvieron a un tris de andar solos, aquél Seat 127 de color indefinido que nos llevó hasta los confines de la tierra, a pesar de tener un cambio de marchas duro como una piedra y tener que llevar las ventanillas medio bajadas en invierno para evitar que la calefacción empañara los cristales…Es como una ley: lo que más se quiere más se usa. Es por ello que, en aquellas ocasiones en que, sentada sola en mi sofá, contemplo los ínfimos pedazos a los que ha quedado reducido mi corazón y me pregunto cómo demonios me las voy a apañar para hacerlos encajar de nuevo, me queda el consuelo de saber que, si está tan maltrecho, es sin duda porque le di uso, y entonces siento lástima por quienes lo siguen teniendo de una pieza.

viernes, 28 de mayo de 2010

Dostoyevski, Diario de un escritor


"Indiscutiblemente, si existe en el mundo un país ignoto, inexplorado, incomprendido e incomprensible para las demás naciones, limítrofes o remotas, ese país es Rusia respecto a sus vecinos occidentales. [...] En ese sentido, hasta la Luna está mucho más explorada que Rusia. Al menos se sabe positivamente que allí no habita nadie,mientras que de Rusia se conoce que está poblada y que sus habitantes se llaman rusos, aunque se ignora qué gente es".

Fiodor Mijáilovich Dostoyevski


jueves, 20 de mayo de 2010

Corto Maltés


“-Ya que lo conoce bien...dígame Rasputín, ¿ese hombre se ha enamorado alguna vez?
-Sí, quizá hace mucho tiempo.
De una hermosa joven aquejada de misoneísmo. No pasó nada. Diálogo desalentador, hablaban poco, se miraban mucho...y no se tocaban nunca... como si tuvieran un miedo mórbido, obsesivo, a contaminarse...después, la hermosa joven, sobreponiéndose a sus fobias, se casó con otro y la historia dio un salto adelante.
-¡Pobre Corto, es tan tierno!
-Sí, pura miel, sea como sea, el guapo marinero se llenó de desconfianza hacia la razón y de aversión hacia la lógica. Está enamorado de la idea de estar enamorado. Es del género nostálgico y melancólico dulzón.”

La casa dorada de Samarkanda- Hugo Pratt

Convivencia involuntaria

En febrero de 2010 presenté este relato al X concurso Alfonso Martínez-Mena de relato corto en Alhama de Murcia. Fui seleccionada de las 20 primeras entre 724 candidatos.

Es, como prometí, la traducción de un relato que ya colgué en catalán en este mismo blog.

CONVIVENCIA INVOLUTARIA

“Otro caso de una mujer sola que se abandona ... “El médico refunfuñaba entre dientes mientras se apresuraba a terminar el papeleo que tan poco le gustaba. Él era cirujano y, circunstancialmente, forense, pero no secretario, ni administrativo, ni burócrata.
- ¿La causa de la muerte, pues? - El muchacho enviado por comisaría formuló en pocos segundos la pregunta que había llevado escrita en la frente durante toda la tarde. A pesar de sus veinticuatro años, el joven policía recién licenciado seguía teniendo ese aire de chavalín imberbe y culo inquieto que lo hacía ideal para mozo de los recados. El médico le miró de arriba a abajo. La prisa le pegaba tan poco a él como al muchacho la paciencia; lo único que los unía en aquellos momentos era ser las personas equivocadas en el lugar equivocado. - Insuficiencia renal – concluyó el hombre de la bata amarillenta con aire cansado. -Es la consecuencia de no haberse tomado la insulina de forma regular. Esta mujer era diabética y, seguramente, ya llevaba días sin ir al médico y sin pincharse ...

Los servicios sociales no la conocían de nada. Cobraba una exigua pensión de viudez, pese a ser joven todavía. No tenía hijos, no recibía visitas y los vecinos sólo la conocían de verla entrar y salir para ir a comprar o tirar la basura. Esto último no era de extrañar pues, a fin de cuentas, vivía en uno de esos edificios donde casi todos los inquilinos son nuevos, trabajan todo el día y bastante trabajo tienen para recordar la cara de quienes habitan bajo su propio techo.
El hallazgo del cuerpo sin vida de aquella mujer anónima había sido completamente causal: el fontanero contratado por la aseguradora del vecino de abajo tenía que revisar una tubería que pasaba justo por el cuarto de baño de ella; después de llamar a su puerta muchas veces, el vecino en cuestión recordó que llevaba mucho tiempo sin verla. La encontraron sentada sobre la tapa del váter; talmente parecía que estuviera esperando algo. El caso no entrañaba a simple vista la menor complicación y se habría archivado sin más de no ser porque había algo que al inspector encargado no acababa de cuadrarle, aún a pesar de que aquella historia no era nueva y de que la había visto repetirse con cada vez más frecuencia a lo largo de los años…

La casa era de una sencillez espartana y los objetos personales, casi una rareza. Las paredes estaban desnudas; las estanterías de los muebles, prácticamente vacías. En una palabra: no había nada en aquel piso que diera la menor pista de quién era la persona que había estado viviendo en él durante todos aquellos años. Quizá por eso la libreta llamaba tanto la atención. Sobre la mesita de noche encontraron un pequeño cuaderno lleno de anotaciones de todo tipo: a veces eran listas de la compra; otras veces parecían explicar cosas de su vida, detalles sin importancia, seguidos de líneas de contenido insulso copiadas de algún periódico. Todo esto hasta llegar a la última página; ésta era de un extremo sentimiento. Llena de garabatos y correcciones, aparecía una carta, una súplica, una letanía: "Te quiero, te quiero, devuélveme la vida que me diste ... Pero es cierto, no tengo derecho a retenerte, no tengo derecho a limitar tu libertad, con la que has llenado de felicidad mis días ... Te quiero, te quiero y eso es lo único que te puedo ofrecer ... "
Teresa Ferrer era la vecina del 5 º segunda de toda la vida, aunque ya no hubiera nadie que pudiera confirmarlo. Viuda casi desde que se acordaba, se levantaba cada mañana a las siete en punto; se lavaba, se vestía, y luego empezaba a fregar la casa de arriba abajo. Quitaba el polvo, limpiaba los cristales y fregaba el suelo de rodillas con un cepillo y un cubo de agua con jabón. Paraba un rato para comer, pero comía poco. El televisor llevaba años sin funcionar: era poco más que otro mueble inútil. En caso de que las tareas de cada día acabaran antes de la hora de cenar, desmontaba las estanterías y las repasaba con un trapo, o bien descolgaba las cortinas, las lavaba, las planchaba y las volvía a colgar. Y así cada día. Su mundo funcionaba por la pura inercia de existir, sin que existir significara nada en absoluto. Obviamente, la señora Ferrer no había vivido siempre del mismo modo, pero quien había sido, o incluso quién era, era algo de lo que ni ella quería acordarse, ni a nadie parecía interesarle, de modo que, poco a poco, fue olvidando las viejas formas. Olvidó todas aquellas cosas que la hacían un ser humano rodeado de otros seres humanos y se abandonó a una vida ermitaña sin distracciones, sin necesidades a satisfacer, sin sentimientos de alegría o de tristeza, sin sentido de la dependencia, sin lazos afectivos de ningún tipo, sin felicidad ni conciencia de no tenerla. De su vida anterior sólo quedaban dos cosas: la costumbre de inyectarse insulina cada día -un hábito que, de no haber sido tan mecánico, rutinario e inherente, quizá habría abandonado sin que la posibilidad de perder la vida por ello le hubiera preocupado lo más mínimo- y escribir, daba igual qué: listas, números, fragmentos de las páginas amarillas o de los periódicos que, después, ponía en el suelo recién fregado. De este modo los cuarenta y ocho años la sorprendieron arrugada y escuálida, como si cada año contara cinco, o aún peor, como si hubiese nacido vieja.
La primera vez que oyó aquella voz diáfana estaba desmontando los postigos de una ventana. Qué era aquello que entraba como un rayo de luz y llenaba todos los rincones de su casa, no lo sabía, pero enseguida entendió que debía averiguarlo. Dejando la faena a medio terminar, recorrió las estancias buscando su origen. Venía del cuarto de baño, pero no del suyo: la ventana del patio de luces daba a la escala de al lado, y a la misma altura se abría la ventana del vecino del quinto del edificio contiguo. Aquel piso, que había permanecido vacío durante mucho tiempo, había sido comprado recientemente por un cantante de ópera, pero, por supuesto, de todo esto ella no sabía nada. Se limitó a sentarse presa del asombro sobre la taza del inodoro mientras escuchaba aquel sonido aterciopelado, cálido, profundo y prácticamente infinito. Así permaneció minutos, quizás horas, hasta que la voz cesó y la realidad absoluta que ella representaba desapareció tan repentinamente como había aparecido.
Al día siguiente sucedió lo mismo, y también el otro, pero algo había cambiado: las horas del día, aquellas mismas horas que hasta entonces se dedicaba a ahuyentar sin pensar, sin sentirlas llegar ni desaparecer y sin distinguir las de la mañana de las de la tarde empezaron a parecerle eternas e interminables hasta que llegaba el momento señalado, allá sobre las once de la mañana. La ansiedad por saber el tiempo que faltaba cada día hasta el instante solemne, así como el que restaba hasta su repetición a la mañana siguiente la empujaron a buscar un viejo reloj de pulsera que llevaba años olvidado en un cajón. Había otros dos más en la casa, pero ninguno funcionaba; no los había necesitado hasta entonces, pues se levantaba a la hora por costumbre. El resto del día, el tiempo y sus preocupaciones no eran de su incumbencia. Teresa no sentía el peso de los minutos que se pierden del mismo modo que no sentía el peso de la vida, ni en la luz, ni en los colores, ni en las flores, ni en los olores del aire, porque la vida que llevaba no era ni tan siquiera un triste sucedáneo de ésta, y ella ni tan siquiera lo sospechaba. Un día, en lugar de la voz melodiosa y antes de la hora prevista, el aire se llenó de sonidos armónicos y desconocidos. Como un torrente de agua, las notas invadieron el agujero del patio y se desbordaron por la ventana entreabierta del baño de Teresa. El torrente se repitió varias veces, a horas diversas, sin que la voz melodiosa dejara de sonar, puntual, sobre las once, llenando el aire, expandiendo sus límites como un cielo azul de verano que estalla bajo la luz abrumadora del sol, ora sugerente como un susurro, ora apasionada como el abrazo de los amantes que vuelven a verse tras una larga ausencia. En cierta ocasión, sin embargo, quizás al cabo de una semana, quizás al cabo de un año, la voz no sonó. Teresa esperó con paciencia, aguzando el oído con atención, como si al aumentar la intensidad con que se esforzaba por oír algo pudiera alcanzar la fuerza necesaria para atraer el objeto de su empeño. Toda ella era oído y sólo oído, y para tal fin cerró los ojos y analizó los sonidos de su entorno: la gota que caía, desacompasada y recalcitrante, sobre la uralita de los bajos, una gota de agua que volvía locos a casi todos los vecinos, pero que ella tal vez fuera la primera vez que notaba; la tromba de agua que bajaba por la tubería cada vez que alguien tiraba de la cadena; las conversaciones inconexas los vecinos de arriba, de los de abajo, los de un poco más arriba ... Y así todos los detalles que habían formado siempre parte de aquel mundo de convivencia involuntaria y que hasta aquel entonces había pasado por alto, sin que el deseo consciente de hacerlo jugara jamás el menor papel. Por primera vez desde que vivía en aquella casa, Teresa tomó consciencia de lo que era vivir en comunidad; pero la voz no apareció. La volvió a esperar casi con desesperación al día siguiente, pero tampoco entonces acudió a su llamada. Quizá debía desearlo más, quizá no se había esforzado lo suficiente… fuera como fuese, el mundo le cayó encima. Regresó entonces a las tareas de siempre, pero cada dos por tres corría al baño con la esperanza de que, quizás si no la atosigaba con su fervorosa y devota espera, surgiría espontáneamente y la envolvería con su encanto, consolándola como una madre consuela con sus caricias a su pequeño que le ha esperado toda la tarde, haciéndole olvidar en un instante su llanto y su angustia.
Fue entonces cuando, como un mal sustituto o como un huésped que no se espera, se coló por su ventana el eco de una tos sorda y desagradable. Al principio pensó que podría venir de más arriba, pero al cabo de poco rato no hubo lugar duda: venía justo al lado. Como sacudida por la sorpresa, Teresa entendió, una vez más por vez primera, que aquella etérea, hipnótica y rutilante maravilla que le había sido regalada hasta entonces no era un ser dotado de vida propia ni un elemento de la naturaleza que se explicara por sí solo, sino que más bien pertenecía a alguien, alguien a quien iba intrínsecamente ligada: alguien que tenía una vida, un trabajo y unas costumbres; alguien que sentía, que pensaba, y que, obviamente, podía enfermar. En contra de lo que podía haber ocurrido, este conocimiento no la decepcionó lo más mínimo, antes bien: desde aquel instante la preocupación por el propietario de la voz fue absoluta, prioritaria. Cada día le oía levantarse; probablemente lo habría oído antes si hubiera prestado atención, pero ahora era consciente, ahora le notaba, ahora participaba de cada pequeño detalle de su existencia contabilizable en el conjunto de todos aquellos sonidos que se filtraban a través de los finos tabiques que les servían de paredes. Él, (por qué aquella voz sólo podía ser de un hombre) se levantaba más tarde que ella, hacia las ocho y media de la mañana. Le oía ducharse, afeitarse, arreglarse y marchar. De haber mirado por la ventana, habría sabido qué aspecto tenía, pero ella prefería esperar como si el hecho de no haberlo visto nunca y conocerle únicamente a través del sentido que tanto le honraba fuera parte de un pacto secreto, una pequeña excentricidad de la que ambos fueran cómplices. Regresaba a las diez. No se preguntó nunca dónde iba, pues sabía que volvería, como la mujer que sabe que, después de rondar de acá para allá, su marido volverá siempre a ella.
Pasado el resfriado, él volvió a cantar y ella adquirió la costumbre de hablarle, pero lo hacía en susurros tan inaudibles que, incluso si el hombre de la voz diáfana se hubiese parado a escuchar, no la habría oído. Mientras tanto, la vida de Teresa había cambiado radicalmente. Seguía haciendo sus tareas como antes, pero ahora algo nuevo había irrumpido en su inamovible y pétrea unidireccionalidad vital, que quemaba un día tras otro con impertérrita indiferencia. Después de muchos años, quizás más de los que deberían ser posibles, ella se desvivía por alguien, sufría y se alegraba por alguien; sí, después de muchos años, Teresa Ferrer, que había enterrado sus sentimientos y de poco entierra a sí misma, amaba alguien. Si aquella mañana de primavera Teresa se hubiese asomado a la ventana, hubiese atisbado a través de las cortinas, o quizás tan sólo se hubiese centrado en algún otro ruido que no fueran aquellos que se producían allí donde vivía la fuente de su efímera y huidiza felicidad, tal vez se hubiera dado cuenta del ruido del camión de la mudanza e incluso podría haberlo relacionado con el de los muebles moviéndose arriba y abajo, que, esta vez sí, había percibido desde muy temprano en piso de lado. El rumor duró casi medio día y entretanto a él no se le oyó ni una sola vez, pero Teresa no se sorprendió. Imaginaba que quizá él había ido a comprar muebles nuevos y que los estaba colocando en su sitio; entendió perfectamente que su amor no tuviera tiempo de dedicarle su recital diario. Pero una vez pasada la mudanza, los ruidos cesaron, y no sólo los ruidos de los muebles. Habían cesado todos los ruidos. Pasaron horas, pasaron días, pero nada. El piso estaba vacío, y el vacío podía notarse incluso en la distancia: se había marchado. Se había marchado para no volver. Se había ido para siempre. La desesperación la golpeó como nunca antes. La asaltó el pánico, perdió el norte. No se alejaba del cuarto de baño prácticamente para nada. En la confusión los pensamientos se mezclaron, brotaron viejos sentimientos cauterizados hasta la momificación. El dolor y la desorientación de haberlos desenterrado todos al mismo se le hizo insoportable. Entonces fue cuando se le ocurrió. No sabía si era buena idea, pero tenía que intentarlo; cogió su vieja libreta de escribir, llena de garabatos inútiles y trató de escribir lo que sentía. Lo sentimientos de traición y rencor desaparecieron pronto. Hizo una pausa, releyó lo que había escrito y borró algunas de las palabras, de modo que finalmente, lo que resultó había adoptado la forma de una plegaria:
"Te quiero, te quiero, devuélveme la vida que me diste ... Pero es cierto, no tengo derecho a retenerte, no tengo derecho a limitar tu libertad, con la que has llenado de felicidad mis días ... Te quiero, te quiero y eso es lo único que te puedo ofrecer ... " Era la más sacra que todas las plegarias que hubiera podido ofrecer. Eran las palabras con más sentido que había dicho jamás. Era su rezo, y nunca lo sabría, también su redención.
Lo que ocurrió después responde únicamente al esfuerzo consciente de querer morir, o dejarse morir. Tiró a la basura la insulina que le quedaba -acaso su férrea e inherente costumbre la traicionara- y esperó sentada sobre la tapa del váter, que era lo más cerca que podía estar de su cielo particular, aquel cielo que había iluminado hasta el esplendor su ínfima existencia, dotándola de lo que hasta entonces le faltaba: un propósito. Un propósito que, al volar su origen, había dado paso a otro, igual de firme, igual de consciente. Pero ¿es que acaso no era volando como había llegado él a su vida, con su voz diáfana, cálida, aterciopelada, profunda y prácticamente infinita?

Tarsis Judá Leví

miércoles, 12 de mayo de 2010

SOBRE TU TUMBA

Esto es un relato corto que he presentado a concurso (todavía no sé los resultados). Debía ocupar un folio en Arial 11 y el tema era impuesto, para los que piensen que soy un tanto lúgubre...

SOBRE TU TUMBA

Mientras estaba sentado sobre tu tumba, el caos primigenio se arremolinó sobre mi cabeza, engulléndolo todo. Era una mañana de abril, y, como si de emular un cuento de Lovecraft se tratara, bajé al camposanto donde reposaban mis antepasados sin un fin concreto. El abandono al que había quedado expuesto el lugar era evidente: la maleza crecía pródiga entre los nichos, y por si fuera poco el hecho de estar emplazado en las cercanías del bosque no hacía de su cuidado -que en alguna ocasión fue de la incumbencia de alguien- una tarea fácil. La humedad reinante impregnaba el aire con olores que aturdían los sentidos y la luz se filtraba entre las nubes como si la naturaleza pretendiera querer decir muchas cosas y optara finalmente por no decir ninguna.
Al llegar al viejo cementerio, me llamaron la atención nueve tumbas elevadas dispuestas en círculo de las que no guardaba memoria. Lo que me llamó la atención no fue no recordarlas, sino que todas estaban abiertas. Abiertas y vacías. Bueno, ciertamente no estaban vacías del todo. En cada una de ellas encontré artefactos que, en algunos casos, sólo alguien de mi familia hubiera podido reconocer. Desde el reloj de arena convencional hasta el reloj de cuerda cuyo modelo yo mismo seguía fabricando, algunos de los diversos artilugios que encontré se correspondían a la perfección con los planos cuya realización creía leyenda. Eran máquinas de medir el tiempo, irreales y fantásticas como las que dibujó Leonardo en sus sueños más visionarios y que habían sido diseñadas otrora por miembros de mi familia desaparecidos hacía mucho tiempo.
Entonces sucedió; el campanario tocó las doce de la mañana (¿o tal vez fuera la noche?), y los artilugios empezaron a funcionar, cada uno con su sonido característico. Los elementos, quietos y en calma, aullaron de repente sobre las tumbas con un gemido estremecedor. Siempre presente y asimismo surgido de la nada, el Tiempo, tomando la forma de un ermitaño cuyas pupilas eran relojes de arena, cerró uno por uno los sarcófagos de piedra, sobre cuyas tapas de dibujaban en orden (sólo ahora me daba cuenta) las letras que formaban la palabra H U M A N I D A D.
Y mientras el caos primigenio lo engullía todo, pensé: “¡Oh, humanidad, infeliz sea mi estirpe, que adoró sin pretenderlo a aquel que desde el principio te enterró en vida!”