Relatos cortos, reflexiones en voz alta, experiencias de vida y algún que otro recuerdo sentimental para mis amigos y compañeros, todos grumetes en este barco nuestro que es la vida; una vida que hemos decidido compartir. Para vosotros, esta bitácora.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Agujeros negros de la mente


Hay momentos en mi vida en los que creo percibir huecos existenciales inquietantes. Todo parece tener la forma de siempre, y sin embargo algo no funciona o de repente está fuera de lugar.
Si analizo mi conducta, saltan a la vista patrones de comportamiento fácilmente predecibles; tan predecibles que puedo llegar a parecer una persona aburrida. Compro siempre en el mismo sitio y casi siempre los mismos productos, con pequeñas variaciones. Limpio mi casa los lunes; los viernes cojo películas de la biblioteca. Duermo en una cama de matrimonio pero siempre empleo el espacio mínimo posible, como si la frase que los indios le dijeron a Alejandro Magno al verle llegar se me hubiese quedado grabada a fuego en la cabeza. Me valgo de la rutina como de un mástil al que agarrarme, y aunque esa rutina dure poco (en el caso de un viaje, por ejemplo), su observación metódica me hace sentir segura. Un buen día, sin embargo, agarro la batidora por el asa con la mano izquierda, y, mientras me pregunto porqué no veo el dibujo que me indica cómo hacerla encajar en la base, me doy cuenta de que la estoy cogiendo del revés, pues tres cuartas partes del mundo son diestros, y eso me desorienta momentáneamente.
Soy consciente de que tales afirmaciones pueden llevar a confusión, pues a pesar de mis necesidades metódicas, soy una persona tremendamente adaptable, pero aún así no puedo dejar de ver en mí automatismos inherentes, mecanismos de supervivencia accionados con el propósito de que no tenga tantas cosas que cuestionarme. Cuando estos automatismos dejan algún punto sin respuesta, sin embargo, me invade un extraño desasosiego; me veo frente a un precipicio de cuestiones y dudas que adquieren formas gigantescas, que me abocan a dimensiones desconocidas e intimidantes: me siento ante la puerta de un agujero negro, como si la vida me estuviera diciendo algo que no oigo con claridad.
Estos “agujeros negros” de la razón y el entendimiento lógico se van repitiendo en mi vida cada vez con más frecuencia, como cuando en mi infancia recorría con soltura la cinta de Moebius sin saber siquiera lo que estaba haciendo, enlazando consciente y subconsciente, adentrándome en los mundos metafísicos que, con el paso de los años, me cerraron sus puertas y me negaron sus secretos, pero esta vez sin la seguridad que caracteriza a la ignorancia inocente y la temeridad infantil.
Un día de tormenta levanto la cabeza al cielo encapotado y sé que hay alguien en alguna parte que está haciendo lo mismo que yo, pensando lo mismo en lo que yo pienso y haciéndolo al mismo tiempo, y sin embargo no puedo explicar ni cómo ni por qué lo sé; sencillamente lo siento, y de nuevo sé que se me escapa algo.
Otras veces, raras y escasas, casi creo poder vislumbrar lo que hay detrás de tan enigmáticas puertas:
El día que fuimos a recoger las cenizas de mi abuelo fue un día de intensa lluvia. Subimos al Jardín del Reposo en el cementerio de Collserola con el agua cayendo a plomo sobre nuestras cabezas como en una novela gótica, y entre las placas conmemorativas que anuncian las personas cuyos restos yacen allí la vi, reluciente, sencilla y sin cruces, junto a la que llevaba el nombre de mi abuela: la placa de Juan Ginés Márquez Rojas, 1976-1993. Para mi sorpresa se me empañaron los ojos; una dimensión entera largamente olvidada vino a mi encuentro. Mi hermano había sido real, no una ilusión infantil, no un recuerdo distorsionado de un ente desconocido o la creación fantasiosa de una mente intoxicada. Mi hermano, cuya ausencia ha dejado en mi mente y emociones cicatrices tan hondas como las que luce en su cuerpo un herido de guerra, volvía a mí desde la habitación en que había desterrado su recuerdo. El sonido del piano que me había acostumbrado a escuchar a lo lejos en algún lugar de mi cabeza, como un hilo ignorado de música ambiental, pasó a estar en la sala principal de mi consciente activo. Y entonces entendí lo que se me había escapado todo ese tiempo. Ésta puerta, ésta dimensión me hizo entender con dolor que he olvidado quién era él, cómo era, qué pensaba, qué le gustaba, cuales eran sus miedos y cuáles sus esperanzas. Y la parte que no olvidé, sencillamente nunca llegué a conocerla, o tal vez, comprenderla, de modo que, de todo lo que mi hermano fue sólo queda el amor que sé que me tenía y el amor desmedido que le tenía yo, que me habría llevado a dar la vida a cambio de la suya sin dudarlo y que me llevaría a hacerlo ahora de tener la oportunidad. Y esta vez, tal vez como un privilegio, sé que se me escapa algo, pero sé bien lo que es, aunque saberlo no sea un gran consuelo…

Qué relación tienen el episodio de la batidora, el de la tarde de lluvia y el del entierro de mi abuelo (sin mencionar tantos otros igual de fortuitos y extraños), no lo sé, pero reconozco que entre ellos existe un vínculo, un hilo fantasma y, una vez más, se que hay algo, ALGO que, como viene siendo costumbre, está más allá de lo que se me concede ver.