Relatos cortos, reflexiones en voz alta, experiencias de vida y algún que otro recuerdo sentimental para mis amigos y compañeros, todos grumetes en este barco nuestro que es la vida; una vida que hemos decidido compartir. Para vosotros, esta bitácora.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El efecto boomerang. Capítulo 2

De algún modo Raúl consiguió encontrarme un sitio para sentarme y convencerme para que lo hiciera, pues rara vez me acomodo si sé que mi acompañante va a quedarse de pie. No habrían pasado ni cinco minutos cuando, desde la parte delantera del autobús se abrió paso un individuo notablemente alto con facciones tan eslavas como las de la mujer de la que acababa de despedirme. No fue, sin embargo, ni su altura ni su fisionomía lo que me llamó la atención. A todas luces aquel hombre se encontraba mal, terriblemente mal: su rostro estaba desencajado y su piel, pálida como la cera, empezaba adquirir una tonalidad verdosa nada saludable. No debía de estar a ni a dos pasos de nosotros cuando, de repente, se llevó la mano a la boca conteniendo una súbita náusea, mientras con la otra se aferraba a la ventana más próxima, consiguiendo, para el asombro de todos, abrirla para expulsar el vómito fuera. Casi pude oír las maldiciones e improperios varios que el conductor del automóvil de al lado profirió contra el maltrecho pasajero antes de que el coche de línea diese un giro y le perdiéramos de vista.
El hombre se tambaleó momentáneamente, presa del mareo, y yo me levanté sin pensar señalándole mi asiento. No tuve que insistir; el hombre se desplomó en él sin más, pero pocos segundos más tarde, cayendo en la cuenta de que de su boca y barbilla aún estaban sucias, empezó a rebuscar en sus bolsillos tratando de encontrar con qué limpiárselas. Fue entonces cuando sucedió. Recuerdo con toda claridad la mano tendida de Raúl sujetando un pañuelo blanco, limpio y pulcramente doblado en el ángulo de la mirada del eslavo. Le estaba ofreciendo su pañuelo de tela, con sus iniciales bordadas. El hombre miró el objeto ante sí por un segundo, y luego le miró a él antes de tomarlo en una mezcla de sorpresa e incredulidad. Había recobrado la consciencia y la expresión de sus ojos era todo un poema.
Tal vez hubiera ocurrido algo más de no haber sido porque el conductor, aprovechando una parada, salió de la cabina alertado por los pasajeros y le preguntó al hombre si se encontraba bien. En un castellano precario, el hombre dijo que sí, mientras nosotros nos preparábamos para bajar y,buscando la salida,le perdíamos de vista entre el gentío.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El efecto boomerang. Capítulo 1

El día que le mi chal a aquella anciana prácticamente desconocida con la plena consciencia de que no volvería a recuperarlo, no imaginé ni por un momento que aquel gesto tan nimio, tan simple, acabaría salvándome la vida años después.
Era una asfixiante tarde de agosto en la que el calor, amalgamado con la humedad, se burlaba con descaro de los sistemas de ventilación del abarrotado autobús en el que viajábamos, por no mencionar los fútiles intentos de mover un aire inexistente con toda clase de improvisados abanicos.
Sentada frente a mí estaba María Horoshila, una mujer de pelo blanco peinado hacia atrás y recogido en un pulcro moño a la altura de la nuca. Su rostro reflejaba una bondad natural que la hacía parecer una afable abuelita de cuento; las gruesas gafas que usaba para leer colgaban de su cuello y reflejaban el sol poniente. María era la madre de la amiga de una amiga; llevaba en las venas la sangre de varias nacionalidades -rumana, polaca, rusa y tal vez otras de las que ni ella misma tenía consciencia- y prácticamente acabábamos de conocernos. Poco antes de que cogiéramos el transporte público, mientras me contaba con el ruso fluido propio de quienes han pasado por la educación soviética cómo había venido para substituir en el trabajo a su hija enferma, deambulamos por diversos puestecillos de ropa, buscando sin éxito un foulard con que abrigarse en el tren que la llevaría hasta el aeropuerto de Madrid. Eran cinco horas desde Barcelona hasta la capital en horario nocturno, y el sistema de aire acondicionado, en su afán de eficiencia, llegaba a resultar algo excesivo para un pasaje vespertino que, en su mayoría, prefería ocupar el trayecto durmiendo.
Al cabo de poco rato llegamos a la estación de tren, que era el lugar adonde yo la acompañaba y donde nuestros caminos habían de separarse. Antes de despedirnos saqué de mi bolso un viejo chal que solía llevar encima por costumbre; era largo y lo suficientemente tupido como para servir de improvisado abrigo, de modo que, tendiéndoselo a María, le pregunté si le sería útil. Su expresión de grata sorpresa y agradecimiento fueron la mejor respuesta que hubiera podido darme. Me aseguró que algún día me devolvería el favor si tenía ocasión, pero ambas sabíamos que las posibilidades de que volviéramos a encontrarnos eran escasas; yo por mi parte no esperaba volver a verla.
Habría preferido la comodidad y la rapidez del metro para volver a casa de no haberme encontrado con Raúl. Cuando, tiempo después, despareció de mi vida para cumplir la noble misión que se había propuesto realizar en un país lejano atendiendo a niños huérfanos y desamparados, llegué a comprender que su presencia me hipnotizaba y atraía con un imán porque estaba enamorada de él. Quizá por ello cuando me propuso coger el autobús no titubeé, a pesar de que el recuerdo del terrible viaje de ida hubiera podido ser un revulsivo más que suficiente...

viernes, 26 de noviembre de 2010

Viraje

Nuevos aires llegan a mi blog. Me he decidido a meter en el baúl todas las historias de dolor, tristeza y miseria personal que iban siendo la norma. Dado que cualquier viraje puede resultar mal si es demasiado brusco, los cambios hacia más nuevos y alegres horizontes serán paulatinos, empezando por un relato que tiene por pretensión demostrar que los seres humanos no estamos tan solos como creemos y que cuantas cosas hacemos en la vida, cuantos gestos tenemos para con los demás, sean buenos o malos, acaban volviendo a nosotros tarde o temprano. Y sí, esta vez me centraré en cómo gestos de bondad que parecen nimios vuelven para recompensar a quien no por ello se abstuvo de realizarlos...

miércoles, 8 de septiembre de 2010

So many partings


A lo largo del presente año 2010 he enterrado a los tres abuelos que aún me quedaban, a saber, mi abuela paterna en enero, mi abuelo parterno en marzo y mi abuelo materno en mayo, (éste último tras un agónico proceso de enfermedad que duró todo el mes de abril).
A la tristeza propia de perder a familiares queridos y de percibir su ausencia en cada uno de los rincones donde ha quedado algo que, faltando ellos, ha perdido su razón de ser, le ha sucedido con el tiempo la consciencia de un hecho que, si bien es lógico, me parece especialmente trágico. Con la desaparición de la generación más anciana de mi familia desaparecen todos aquellos que conocieron un mundo del que ahora sólo hablan los libros y las películas de Berlanga, y que, pese a estar a la vuelta de la pasada esquina, nos parece ignoto e incluso surrealista. Han desaparecido los testigos presenciales de España de la posguerra, esa España rancia y profunda sumida en la miseria, los prejuicios y el fanatismo religioso; una España contradictoria, depauperada, hambrienta e ignorante, pero al mismo tiempo llena de gentes tremendamente humanas y de valores que hoy sólo aspiran a producir risa, cuando lo que deberían es producirnos lástima, lástima de que se hayan quedado atrás.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Agujeros negros de la mente


Hay momentos en mi vida en los que creo percibir huecos existenciales inquietantes. Todo parece tener la forma de siempre, y sin embargo algo no funciona o de repente está fuera de lugar.
Si analizo mi conducta, saltan a la vista patrones de comportamiento fácilmente predecibles; tan predecibles que puedo llegar a parecer una persona aburrida. Compro siempre en el mismo sitio y casi siempre los mismos productos, con pequeñas variaciones. Limpio mi casa los lunes; los viernes cojo películas de la biblioteca. Duermo en una cama de matrimonio pero siempre empleo el espacio mínimo posible, como si la frase que los indios le dijeron a Alejandro Magno al verle llegar se me hubiese quedado grabada a fuego en la cabeza. Me valgo de la rutina como de un mástil al que agarrarme, y aunque esa rutina dure poco (en el caso de un viaje, por ejemplo), su observación metódica me hace sentir segura. Un buen día, sin embargo, agarro la batidora por el asa con la mano izquierda, y, mientras me pregunto porqué no veo el dibujo que me indica cómo hacerla encajar en la base, me doy cuenta de que la estoy cogiendo del revés, pues tres cuartas partes del mundo son diestros, y eso me desorienta momentáneamente.
Soy consciente de que tales afirmaciones pueden llevar a confusión, pues a pesar de mis necesidades metódicas, soy una persona tremendamente adaptable, pero aún así no puedo dejar de ver en mí automatismos inherentes, mecanismos de supervivencia accionados con el propósito de que no tenga tantas cosas que cuestionarme. Cuando estos automatismos dejan algún punto sin respuesta, sin embargo, me invade un extraño desasosiego; me veo frente a un precipicio de cuestiones y dudas que adquieren formas gigantescas, que me abocan a dimensiones desconocidas e intimidantes: me siento ante la puerta de un agujero negro, como si la vida me estuviera diciendo algo que no oigo con claridad.
Estos “agujeros negros” de la razón y el entendimiento lógico se van repitiendo en mi vida cada vez con más frecuencia, como cuando en mi infancia recorría con soltura la cinta de Moebius sin saber siquiera lo que estaba haciendo, enlazando consciente y subconsciente, adentrándome en los mundos metafísicos que, con el paso de los años, me cerraron sus puertas y me negaron sus secretos, pero esta vez sin la seguridad que caracteriza a la ignorancia inocente y la temeridad infantil.
Un día de tormenta levanto la cabeza al cielo encapotado y sé que hay alguien en alguna parte que está haciendo lo mismo que yo, pensando lo mismo en lo que yo pienso y haciéndolo al mismo tiempo, y sin embargo no puedo explicar ni cómo ni por qué lo sé; sencillamente lo siento, y de nuevo sé que se me escapa algo.
Otras veces, raras y escasas, casi creo poder vislumbrar lo que hay detrás de tan enigmáticas puertas:
El día que fuimos a recoger las cenizas de mi abuelo fue un día de intensa lluvia. Subimos al Jardín del Reposo en el cementerio de Collserola con el agua cayendo a plomo sobre nuestras cabezas como en una novela gótica, y entre las placas conmemorativas que anuncian las personas cuyos restos yacen allí la vi, reluciente, sencilla y sin cruces, junto a la que llevaba el nombre de mi abuela: la placa de Juan Ginés Márquez Rojas, 1976-1993. Para mi sorpresa se me empañaron los ojos; una dimensión entera largamente olvidada vino a mi encuentro. Mi hermano había sido real, no una ilusión infantil, no un recuerdo distorsionado de un ente desconocido o la creación fantasiosa de una mente intoxicada. Mi hermano, cuya ausencia ha dejado en mi mente y emociones cicatrices tan hondas como las que luce en su cuerpo un herido de guerra, volvía a mí desde la habitación en que había desterrado su recuerdo. El sonido del piano que me había acostumbrado a escuchar a lo lejos en algún lugar de mi cabeza, como un hilo ignorado de música ambiental, pasó a estar en la sala principal de mi consciente activo. Y entonces entendí lo que se me había escapado todo ese tiempo. Ésta puerta, ésta dimensión me hizo entender con dolor que he olvidado quién era él, cómo era, qué pensaba, qué le gustaba, cuales eran sus miedos y cuáles sus esperanzas. Y la parte que no olvidé, sencillamente nunca llegué a conocerla, o tal vez, comprenderla, de modo que, de todo lo que mi hermano fue sólo queda el amor que sé que me tenía y el amor desmedido que le tenía yo, que me habría llevado a dar la vida a cambio de la suya sin dudarlo y que me llevaría a hacerlo ahora de tener la oportunidad. Y esta vez, tal vez como un privilegio, sé que se me escapa algo, pero sé bien lo que es, aunque saberlo no sea un gran consuelo…

Qué relación tienen el episodio de la batidora, el de la tarde de lluvia y el del entierro de mi abuelo (sin mencionar tantos otros igual de fortuitos y extraños), no lo sé, pero reconozco que entre ellos existe un vínculo, un hilo fantasma y, una vez más, se que hay algo, ALGO que, como viene siendo costumbre, está más allá de lo que se me concede ver.

sábado, 17 de julio de 2010

Lea usted a Galdós


No hará mucho tiempo adquirí en un puesto callejero y a precio de saldo un libro que contenía dos de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, a saber, Trafalgar y La Corte de Carlos IV. Comprarlos fue un acto casi mecánico, acostumbrada como estoy de mis no tan lejanos días de estudiante a rebuscar en los mercados y trastiendas a la caza de ejemplares de clásicos literarios -por lo general impresos en papel basto y con cubiertas de cartón igualmente bastas, pero en definitiva clásicos - a un precio ajustado a mi modesta economía.
Una vez en casa, aquel tomo granate que llevaba por portada uno de los grabados de Goya de Los desastres de la guerra pasó a la pila de los tantos otros libros, también clásicos literarios por lo general, que compiten por captar mi atención y a los que dedico mucho menos tiempo de lo que desearía. No sé muy bien qué día ni cómo empecé a leer el segundo relato -a mi parecer más español, es decir, más familiar- del ya mencionado volumen; probablemente me venció la curiosidad a pesar de que, ignorante de mí, esperaba encontrarlo soporífero.
No me malinterprete el lector: no soy una esnob que compra libros célebres sólo por tenerlos en una estantería, ni una adicta al best-seller de retórica fácil. He leído muchos de los clásicos españoles de todas las épocas: el ineludible Cervantes, el lúcido Fígaro, el bohemio Valle-Inclán… Y he flirteado, por así decirlo, con los elementales de otras literaturas, con especial predilección por los de aquellos países cuyas lenguas traduzco: los rusos, los ingleses, los catalanes, pero también los chinos, los checos, etc. Sin embargo, en un afán comprensible de abrir la mente a otros pensamientos e ideas, de observar y comprender otras formas de plantearse la vida, algunas de las más geniales figuras de nuestro fabuloso elenco nacional quedaron relegadas al olvido, siendo Galdós en estos momentos un ejemplo de lo más notorio. Desde la primera frase del primer capítulo de La Corte de Carlos IV quedé asombrada, anonadada y completamente prendada del halo de perfección que envuelve a los relatos de este titán de las letras: la construcción de las frases es de una pulcritud inverosímil, la exposición de las ideas guarda una correlación y una corrección que ni en sus sueños más osados logrará tener esta humilde escritora, y su dominio del vocabulario es la envidia de cualquier traductor que merezca ser llamado por ese nombre, de modo que,”la conclusión del asunto habiéndose oído todo”, como diría el sabio Salomón es, sencillamente, lea usted a Galdós si es que todavía no lo ha hecho, y no tenga reparos ni pereza en rescatar del baúl a todos los grandes escritores españoles de toda época sin menospreciar a ninguno, pues invirtiendo tiempo en ellos no sólo aumentará en cultura, se reafirmará en el conocimiento de nuestra rica y hermosa lengua y crecerá en su dimensión humana, sino que, como es mi caso, se sorprenderá a sí mismo pasando un tiempo de lo más entretenido.

viernes, 25 de junio de 2010

Memoria escritográfica, imagen nº2.

El patio del antiguo cuartel de artillería, barrio del Carmen, Murcia.

(Continuará)

domingo, 6 de junio de 2010

Memoria escritográfica

Éste es mi humilde homenaje a todos los lugares de los que sólo guardo fotografías mentales, es decir, recuerdos. La complejidad de la mente humana y su aleatoria pero siempre sorprendente capacidad de almacenamiento de la información son los culpables de que en esas "fotografías" haya más de un detalle anacrónico.
Para empezar, no puedo menos que referirme a la fotografía mental que conservo de un lugar muy transitado, por el que he pasado muchas veces siendo ya adulta, pero que hace mucho tiempo inmortalicé bajo un prisma muy particular...

La Plaza España de Barcelona

La “toma” mental que conservo de la plaza España de Barcelona tiene por primer plano la fuente-monumento que sirve de rotonda al aluvión de coches que frecuentan esta encrucijada. El cielo está de color gris plomizo y de las nubes, - espesas y bajas, muy bajas, como un techo improvisado- cae una lluvia constante que repiquetea contra mi paraguas.
En perspectiva ligeramente diagonal partiendo de una acera próxima a la mencionada rotonda se dibujan, más cerca, las torres venecianas con que empieza la avenida María Cristina; después la recta y llana calle jalonada de fuentes que sólo funcionan al atardecer; más adelante, las escaleras que conectan las amplias terrazas con que se salva la pendiente de la montaña en la que el conjunto se encuentra, así como las cascadas que adornan con elegancia el tramo central del recorrido, y por fin, culminando con majestuosidad la siempre ascendente panorámica, pabellón-palacio que hoy es le Museo Nacional de Arte de Cataluña.
En el feudo de mi recuerdo, las luces están apagadas a pesar de la relativa oscuridad causada por la densa capa de nubes y las fuentes no funcionan.
El olor a asfalto mojado se amalgama con el de la melancolía, flotando a la par en una atmósfera momentáneamente limpia. Aquí, en este mismo lugar, el único en el que la lluvia no causa tristeza, suena la música “de otro planeta” que un jovencísimo Mike Oldfield tocó en el concierto de Montreux; aquí, una Davinia probablemente precoz (cuya precocidad se perdió en algún lugar en la corriente del tiempo) dibujaba y desdibujaba con toda naturalidad en su mente infantil conceptos que, sólo muchos años después, descubrió que pertenecían a la física y la filosofía avanzadas. Aquí, un pequeño Juan Ginés jugaba a la pelota con ánimo entusiasta a pesar de sus ataques de asma, demostrando al mundo como demostró hasta el fin de sus días que no estaba dispuesto a rendirse nunca, y que el afán de superación es una de las mejores cualidades del ser humano.
Todos estos detalles de mi nutrida imaginación son totalmente anacrónicos, como ya había advertido que serían antes de disponerme a narrarlos, pues mis padres se mudaron de aquellos barrios cuando yo sólo tenía meses, el concierto de Mike Oldfield en Montreux ocurrió un año antes de que yo naciera y los juegos infantiles de mi hermano, de los que sólo he visto fotos, tuvieron lugar antes de que yo estuviera siquiera en proyecto, pero da igual: éste lugar semi-irreal es el lugar al que mi mente vuelve cuando, como no hace demasiado, camino por la avenida Maria Cristina con la lluvia sobre mi cabeza. Éste lugar es un refugio de mis recuerdos de infancia, y sé con toda seguridad que una parte de mí regresará a él cuando todas las luces se apaguen.

lunes, 31 de mayo de 2010

Oda a las cosas que se rompen


A ninguno nos gusta que se nos rompan las cosas. Ya sea porque apreciábamos el objeto en sí, por el engorro de tener que arreglarlo (de ser eso posible) o simplemente por no poder volver a utilizar o exhibir la cosa que ya no se halla en condiciones de seguir dándonos servicio, todos compartimos, segundos después del incidente que deja inútiles nuestras posesiones, una extraña sensación mezcla de fastidio y desasosiego. Es por ello común alejar de la vista la causa de nuestros pesares, es decir, el artefacto maltrecho, que acaba siendo restaurado en el mejor de los casos, y arrinconado o tirado a la basura en el peor.
Todo el mundo estará de acuerdo conmigo si digo que, hasta que la ciencia no invente una fórmula para salvar a la materia física del paso del tiempo o de las consecuencias inmediatas de la gravedad, el único método ideal para evitar que tan cotidiano desastre se repita sin cesar es no usando nada. Objeto que no se usa, objeto que no se rompe; e invirtiendo el paradigma, objeto que usamos, especialmente si lo hacemos con frecuencia, objeto que tiene todos los puntos de la rifa para irse al garete tarde o temprano. Se nos rompen platos, vasos, bombillas y otros enseres de uso cotidiano, sí, pero también se rompen cosas cuyo reemplazo se hace más difícil, y que somos reticentes a desechar porque nos traen más de un grato recuerdo: aquellas bambas Reebok que usamos hasta que la suela se desintegró casi por completo, aquellos tejanos tan cómodos que usamos con tanta frecuencia durante nuestra adolescencia que estuvieron a un tris de andar solos, aquél Seat 127 de color indefinido que nos llevó hasta los confines de la tierra, a pesar de tener un cambio de marchas duro como una piedra y tener que llevar las ventanillas medio bajadas en invierno para evitar que la calefacción empañara los cristales…Es como una ley: lo que más se quiere más se usa. Es por ello que, en aquellas ocasiones en que, sentada sola en mi sofá, contemplo los ínfimos pedazos a los que ha quedado reducido mi corazón y me pregunto cómo demonios me las voy a apañar para hacerlos encajar de nuevo, me queda el consuelo de saber que, si está tan maltrecho, es sin duda porque le di uso, y entonces siento lástima por quienes lo siguen teniendo de una pieza.

viernes, 28 de mayo de 2010

Dostoyevski, Diario de un escritor


"Indiscutiblemente, si existe en el mundo un país ignoto, inexplorado, incomprendido e incomprensible para las demás naciones, limítrofes o remotas, ese país es Rusia respecto a sus vecinos occidentales. [...] En ese sentido, hasta la Luna está mucho más explorada que Rusia. Al menos se sabe positivamente que allí no habita nadie,mientras que de Rusia se conoce que está poblada y que sus habitantes se llaman rusos, aunque se ignora qué gente es".

Fiodor Mijáilovich Dostoyevski


jueves, 20 de mayo de 2010

Corto Maltés


“-Ya que lo conoce bien...dígame Rasputín, ¿ese hombre se ha enamorado alguna vez?
-Sí, quizá hace mucho tiempo.
De una hermosa joven aquejada de misoneísmo. No pasó nada. Diálogo desalentador, hablaban poco, se miraban mucho...y no se tocaban nunca... como si tuvieran un miedo mórbido, obsesivo, a contaminarse...después, la hermosa joven, sobreponiéndose a sus fobias, se casó con otro y la historia dio un salto adelante.
-¡Pobre Corto, es tan tierno!
-Sí, pura miel, sea como sea, el guapo marinero se llenó de desconfianza hacia la razón y de aversión hacia la lógica. Está enamorado de la idea de estar enamorado. Es del género nostálgico y melancólico dulzón.”

La casa dorada de Samarkanda- Hugo Pratt

Convivencia involuntaria

En febrero de 2010 presenté este relato al X concurso Alfonso Martínez-Mena de relato corto en Alhama de Murcia. Fui seleccionada de las 20 primeras entre 724 candidatos.

Es, como prometí, la traducción de un relato que ya colgué en catalán en este mismo blog.

CONVIVENCIA INVOLUTARIA

“Otro caso de una mujer sola que se abandona ... “El médico refunfuñaba entre dientes mientras se apresuraba a terminar el papeleo que tan poco le gustaba. Él era cirujano y, circunstancialmente, forense, pero no secretario, ni administrativo, ni burócrata.
- ¿La causa de la muerte, pues? - El muchacho enviado por comisaría formuló en pocos segundos la pregunta que había llevado escrita en la frente durante toda la tarde. A pesar de sus veinticuatro años, el joven policía recién licenciado seguía teniendo ese aire de chavalín imberbe y culo inquieto que lo hacía ideal para mozo de los recados. El médico le miró de arriba a abajo. La prisa le pegaba tan poco a él como al muchacho la paciencia; lo único que los unía en aquellos momentos era ser las personas equivocadas en el lugar equivocado. - Insuficiencia renal – concluyó el hombre de la bata amarillenta con aire cansado. -Es la consecuencia de no haberse tomado la insulina de forma regular. Esta mujer era diabética y, seguramente, ya llevaba días sin ir al médico y sin pincharse ...

Los servicios sociales no la conocían de nada. Cobraba una exigua pensión de viudez, pese a ser joven todavía. No tenía hijos, no recibía visitas y los vecinos sólo la conocían de verla entrar y salir para ir a comprar o tirar la basura. Esto último no era de extrañar pues, a fin de cuentas, vivía en uno de esos edificios donde casi todos los inquilinos son nuevos, trabajan todo el día y bastante trabajo tienen para recordar la cara de quienes habitan bajo su propio techo.
El hallazgo del cuerpo sin vida de aquella mujer anónima había sido completamente causal: el fontanero contratado por la aseguradora del vecino de abajo tenía que revisar una tubería que pasaba justo por el cuarto de baño de ella; después de llamar a su puerta muchas veces, el vecino en cuestión recordó que llevaba mucho tiempo sin verla. La encontraron sentada sobre la tapa del váter; talmente parecía que estuviera esperando algo. El caso no entrañaba a simple vista la menor complicación y se habría archivado sin más de no ser porque había algo que al inspector encargado no acababa de cuadrarle, aún a pesar de que aquella historia no era nueva y de que la había visto repetirse con cada vez más frecuencia a lo largo de los años…

La casa era de una sencillez espartana y los objetos personales, casi una rareza. Las paredes estaban desnudas; las estanterías de los muebles, prácticamente vacías. En una palabra: no había nada en aquel piso que diera la menor pista de quién era la persona que había estado viviendo en él durante todos aquellos años. Quizá por eso la libreta llamaba tanto la atención. Sobre la mesita de noche encontraron un pequeño cuaderno lleno de anotaciones de todo tipo: a veces eran listas de la compra; otras veces parecían explicar cosas de su vida, detalles sin importancia, seguidos de líneas de contenido insulso copiadas de algún periódico. Todo esto hasta llegar a la última página; ésta era de un extremo sentimiento. Llena de garabatos y correcciones, aparecía una carta, una súplica, una letanía: "Te quiero, te quiero, devuélveme la vida que me diste ... Pero es cierto, no tengo derecho a retenerte, no tengo derecho a limitar tu libertad, con la que has llenado de felicidad mis días ... Te quiero, te quiero y eso es lo único que te puedo ofrecer ... "
Teresa Ferrer era la vecina del 5 º segunda de toda la vida, aunque ya no hubiera nadie que pudiera confirmarlo. Viuda casi desde que se acordaba, se levantaba cada mañana a las siete en punto; se lavaba, se vestía, y luego empezaba a fregar la casa de arriba abajo. Quitaba el polvo, limpiaba los cristales y fregaba el suelo de rodillas con un cepillo y un cubo de agua con jabón. Paraba un rato para comer, pero comía poco. El televisor llevaba años sin funcionar: era poco más que otro mueble inútil. En caso de que las tareas de cada día acabaran antes de la hora de cenar, desmontaba las estanterías y las repasaba con un trapo, o bien descolgaba las cortinas, las lavaba, las planchaba y las volvía a colgar. Y así cada día. Su mundo funcionaba por la pura inercia de existir, sin que existir significara nada en absoluto. Obviamente, la señora Ferrer no había vivido siempre del mismo modo, pero quien había sido, o incluso quién era, era algo de lo que ni ella quería acordarse, ni a nadie parecía interesarle, de modo que, poco a poco, fue olvidando las viejas formas. Olvidó todas aquellas cosas que la hacían un ser humano rodeado de otros seres humanos y se abandonó a una vida ermitaña sin distracciones, sin necesidades a satisfacer, sin sentimientos de alegría o de tristeza, sin sentido de la dependencia, sin lazos afectivos de ningún tipo, sin felicidad ni conciencia de no tenerla. De su vida anterior sólo quedaban dos cosas: la costumbre de inyectarse insulina cada día -un hábito que, de no haber sido tan mecánico, rutinario e inherente, quizá habría abandonado sin que la posibilidad de perder la vida por ello le hubiera preocupado lo más mínimo- y escribir, daba igual qué: listas, números, fragmentos de las páginas amarillas o de los periódicos que, después, ponía en el suelo recién fregado. De este modo los cuarenta y ocho años la sorprendieron arrugada y escuálida, como si cada año contara cinco, o aún peor, como si hubiese nacido vieja.
La primera vez que oyó aquella voz diáfana estaba desmontando los postigos de una ventana. Qué era aquello que entraba como un rayo de luz y llenaba todos los rincones de su casa, no lo sabía, pero enseguida entendió que debía averiguarlo. Dejando la faena a medio terminar, recorrió las estancias buscando su origen. Venía del cuarto de baño, pero no del suyo: la ventana del patio de luces daba a la escala de al lado, y a la misma altura se abría la ventana del vecino del quinto del edificio contiguo. Aquel piso, que había permanecido vacío durante mucho tiempo, había sido comprado recientemente por un cantante de ópera, pero, por supuesto, de todo esto ella no sabía nada. Se limitó a sentarse presa del asombro sobre la taza del inodoro mientras escuchaba aquel sonido aterciopelado, cálido, profundo y prácticamente infinito. Así permaneció minutos, quizás horas, hasta que la voz cesó y la realidad absoluta que ella representaba desapareció tan repentinamente como había aparecido.
Al día siguiente sucedió lo mismo, y también el otro, pero algo había cambiado: las horas del día, aquellas mismas horas que hasta entonces se dedicaba a ahuyentar sin pensar, sin sentirlas llegar ni desaparecer y sin distinguir las de la mañana de las de la tarde empezaron a parecerle eternas e interminables hasta que llegaba el momento señalado, allá sobre las once de la mañana. La ansiedad por saber el tiempo que faltaba cada día hasta el instante solemne, así como el que restaba hasta su repetición a la mañana siguiente la empujaron a buscar un viejo reloj de pulsera que llevaba años olvidado en un cajón. Había otros dos más en la casa, pero ninguno funcionaba; no los había necesitado hasta entonces, pues se levantaba a la hora por costumbre. El resto del día, el tiempo y sus preocupaciones no eran de su incumbencia. Teresa no sentía el peso de los minutos que se pierden del mismo modo que no sentía el peso de la vida, ni en la luz, ni en los colores, ni en las flores, ni en los olores del aire, porque la vida que llevaba no era ni tan siquiera un triste sucedáneo de ésta, y ella ni tan siquiera lo sospechaba. Un día, en lugar de la voz melodiosa y antes de la hora prevista, el aire se llenó de sonidos armónicos y desconocidos. Como un torrente de agua, las notas invadieron el agujero del patio y se desbordaron por la ventana entreabierta del baño de Teresa. El torrente se repitió varias veces, a horas diversas, sin que la voz melodiosa dejara de sonar, puntual, sobre las once, llenando el aire, expandiendo sus límites como un cielo azul de verano que estalla bajo la luz abrumadora del sol, ora sugerente como un susurro, ora apasionada como el abrazo de los amantes que vuelven a verse tras una larga ausencia. En cierta ocasión, sin embargo, quizás al cabo de una semana, quizás al cabo de un año, la voz no sonó. Teresa esperó con paciencia, aguzando el oído con atención, como si al aumentar la intensidad con que se esforzaba por oír algo pudiera alcanzar la fuerza necesaria para atraer el objeto de su empeño. Toda ella era oído y sólo oído, y para tal fin cerró los ojos y analizó los sonidos de su entorno: la gota que caía, desacompasada y recalcitrante, sobre la uralita de los bajos, una gota de agua que volvía locos a casi todos los vecinos, pero que ella tal vez fuera la primera vez que notaba; la tromba de agua que bajaba por la tubería cada vez que alguien tiraba de la cadena; las conversaciones inconexas los vecinos de arriba, de los de abajo, los de un poco más arriba ... Y así todos los detalles que habían formado siempre parte de aquel mundo de convivencia involuntaria y que hasta aquel entonces había pasado por alto, sin que el deseo consciente de hacerlo jugara jamás el menor papel. Por primera vez desde que vivía en aquella casa, Teresa tomó consciencia de lo que era vivir en comunidad; pero la voz no apareció. La volvió a esperar casi con desesperación al día siguiente, pero tampoco entonces acudió a su llamada. Quizá debía desearlo más, quizá no se había esforzado lo suficiente… fuera como fuese, el mundo le cayó encima. Regresó entonces a las tareas de siempre, pero cada dos por tres corría al baño con la esperanza de que, quizás si no la atosigaba con su fervorosa y devota espera, surgiría espontáneamente y la envolvería con su encanto, consolándola como una madre consuela con sus caricias a su pequeño que le ha esperado toda la tarde, haciéndole olvidar en un instante su llanto y su angustia.
Fue entonces cuando, como un mal sustituto o como un huésped que no se espera, se coló por su ventana el eco de una tos sorda y desagradable. Al principio pensó que podría venir de más arriba, pero al cabo de poco rato no hubo lugar duda: venía justo al lado. Como sacudida por la sorpresa, Teresa entendió, una vez más por vez primera, que aquella etérea, hipnótica y rutilante maravilla que le había sido regalada hasta entonces no era un ser dotado de vida propia ni un elemento de la naturaleza que se explicara por sí solo, sino que más bien pertenecía a alguien, alguien a quien iba intrínsecamente ligada: alguien que tenía una vida, un trabajo y unas costumbres; alguien que sentía, que pensaba, y que, obviamente, podía enfermar. En contra de lo que podía haber ocurrido, este conocimiento no la decepcionó lo más mínimo, antes bien: desde aquel instante la preocupación por el propietario de la voz fue absoluta, prioritaria. Cada día le oía levantarse; probablemente lo habría oído antes si hubiera prestado atención, pero ahora era consciente, ahora le notaba, ahora participaba de cada pequeño detalle de su existencia contabilizable en el conjunto de todos aquellos sonidos que se filtraban a través de los finos tabiques que les servían de paredes. Él, (por qué aquella voz sólo podía ser de un hombre) se levantaba más tarde que ella, hacia las ocho y media de la mañana. Le oía ducharse, afeitarse, arreglarse y marchar. De haber mirado por la ventana, habría sabido qué aspecto tenía, pero ella prefería esperar como si el hecho de no haberlo visto nunca y conocerle únicamente a través del sentido que tanto le honraba fuera parte de un pacto secreto, una pequeña excentricidad de la que ambos fueran cómplices. Regresaba a las diez. No se preguntó nunca dónde iba, pues sabía que volvería, como la mujer que sabe que, después de rondar de acá para allá, su marido volverá siempre a ella.
Pasado el resfriado, él volvió a cantar y ella adquirió la costumbre de hablarle, pero lo hacía en susurros tan inaudibles que, incluso si el hombre de la voz diáfana se hubiese parado a escuchar, no la habría oído. Mientras tanto, la vida de Teresa había cambiado radicalmente. Seguía haciendo sus tareas como antes, pero ahora algo nuevo había irrumpido en su inamovible y pétrea unidireccionalidad vital, que quemaba un día tras otro con impertérrita indiferencia. Después de muchos años, quizás más de los que deberían ser posibles, ella se desvivía por alguien, sufría y se alegraba por alguien; sí, después de muchos años, Teresa Ferrer, que había enterrado sus sentimientos y de poco entierra a sí misma, amaba alguien. Si aquella mañana de primavera Teresa se hubiese asomado a la ventana, hubiese atisbado a través de las cortinas, o quizás tan sólo se hubiese centrado en algún otro ruido que no fueran aquellos que se producían allí donde vivía la fuente de su efímera y huidiza felicidad, tal vez se hubiera dado cuenta del ruido del camión de la mudanza e incluso podría haberlo relacionado con el de los muebles moviéndose arriba y abajo, que, esta vez sí, había percibido desde muy temprano en piso de lado. El rumor duró casi medio día y entretanto a él no se le oyó ni una sola vez, pero Teresa no se sorprendió. Imaginaba que quizá él había ido a comprar muebles nuevos y que los estaba colocando en su sitio; entendió perfectamente que su amor no tuviera tiempo de dedicarle su recital diario. Pero una vez pasada la mudanza, los ruidos cesaron, y no sólo los ruidos de los muebles. Habían cesado todos los ruidos. Pasaron horas, pasaron días, pero nada. El piso estaba vacío, y el vacío podía notarse incluso en la distancia: se había marchado. Se había marchado para no volver. Se había ido para siempre. La desesperación la golpeó como nunca antes. La asaltó el pánico, perdió el norte. No se alejaba del cuarto de baño prácticamente para nada. En la confusión los pensamientos se mezclaron, brotaron viejos sentimientos cauterizados hasta la momificación. El dolor y la desorientación de haberlos desenterrado todos al mismo se le hizo insoportable. Entonces fue cuando se le ocurrió. No sabía si era buena idea, pero tenía que intentarlo; cogió su vieja libreta de escribir, llena de garabatos inútiles y trató de escribir lo que sentía. Lo sentimientos de traición y rencor desaparecieron pronto. Hizo una pausa, releyó lo que había escrito y borró algunas de las palabras, de modo que finalmente, lo que resultó había adoptado la forma de una plegaria:
"Te quiero, te quiero, devuélveme la vida que me diste ... Pero es cierto, no tengo derecho a retenerte, no tengo derecho a limitar tu libertad, con la que has llenado de felicidad mis días ... Te quiero, te quiero y eso es lo único que te puedo ofrecer ... " Era la más sacra que todas las plegarias que hubiera podido ofrecer. Eran las palabras con más sentido que había dicho jamás. Era su rezo, y nunca lo sabría, también su redención.
Lo que ocurrió después responde únicamente al esfuerzo consciente de querer morir, o dejarse morir. Tiró a la basura la insulina que le quedaba -acaso su férrea e inherente costumbre la traicionara- y esperó sentada sobre la tapa del váter, que era lo más cerca que podía estar de su cielo particular, aquel cielo que había iluminado hasta el esplendor su ínfima existencia, dotándola de lo que hasta entonces le faltaba: un propósito. Un propósito que, al volar su origen, había dado paso a otro, igual de firme, igual de consciente. Pero ¿es que acaso no era volando como había llegado él a su vida, con su voz diáfana, cálida, aterciopelada, profunda y prácticamente infinita?

Tarsis Judá Leví

miércoles, 12 de mayo de 2010

SOBRE TU TUMBA

Esto es un relato corto que he presentado a concurso (todavía no sé los resultados). Debía ocupar un folio en Arial 11 y el tema era impuesto, para los que piensen que soy un tanto lúgubre...

SOBRE TU TUMBA

Mientras estaba sentado sobre tu tumba, el caos primigenio se arremolinó sobre mi cabeza, engulléndolo todo. Era una mañana de abril, y, como si de emular un cuento de Lovecraft se tratara, bajé al camposanto donde reposaban mis antepasados sin un fin concreto. El abandono al que había quedado expuesto el lugar era evidente: la maleza crecía pródiga entre los nichos, y por si fuera poco el hecho de estar emplazado en las cercanías del bosque no hacía de su cuidado -que en alguna ocasión fue de la incumbencia de alguien- una tarea fácil. La humedad reinante impregnaba el aire con olores que aturdían los sentidos y la luz se filtraba entre las nubes como si la naturaleza pretendiera querer decir muchas cosas y optara finalmente por no decir ninguna.
Al llegar al viejo cementerio, me llamaron la atención nueve tumbas elevadas dispuestas en círculo de las que no guardaba memoria. Lo que me llamó la atención no fue no recordarlas, sino que todas estaban abiertas. Abiertas y vacías. Bueno, ciertamente no estaban vacías del todo. En cada una de ellas encontré artefactos que, en algunos casos, sólo alguien de mi familia hubiera podido reconocer. Desde el reloj de arena convencional hasta el reloj de cuerda cuyo modelo yo mismo seguía fabricando, algunos de los diversos artilugios que encontré se correspondían a la perfección con los planos cuya realización creía leyenda. Eran máquinas de medir el tiempo, irreales y fantásticas como las que dibujó Leonardo en sus sueños más visionarios y que habían sido diseñadas otrora por miembros de mi familia desaparecidos hacía mucho tiempo.
Entonces sucedió; el campanario tocó las doce de la mañana (¿o tal vez fuera la noche?), y los artilugios empezaron a funcionar, cada uno con su sonido característico. Los elementos, quietos y en calma, aullaron de repente sobre las tumbas con un gemido estremecedor. Siempre presente y asimismo surgido de la nada, el Tiempo, tomando la forma de un ermitaño cuyas pupilas eran relojes de arena, cerró uno por uno los sarcófagos de piedra, sobre cuyas tapas de dibujaban en orden (sólo ahora me daba cuenta) las letras que formaban la palabra H U M A N I D A D.
Y mientras el caos primigenio lo engullía todo, pensé: “¡Oh, humanidad, infeliz sea mi estirpe, que adoró sin pretenderlo a aquel que desde el principio te enterró en vida!”

viernes, 12 de marzo de 2010

El amanecer

El amanecer. El amanecer murciano-cartaginés.
Antes de que el sol bese la tierra con su luz pródiga y constante, como el amor de una madre, se forman a partir del horizonte visible y calculable al ojo humano líneas de color que van de la tonalidad naranjo-rojiza al azul oscuro que todavía se adueña del cielo, mezclándose, tiñéndose el uno del otro en perfecta proporción y gradualidad con una naturalidad que asumimos como debida a causa de la costumbre, pero que en realidad es un verdadero milagro. Es el efecto de la indescriptiblemente magnífica naturaleza de la luz, otro regalo de nuestro infinitamente sabio y amoroso Creador, Jehová.
Cuando el mundo se halla en este perfecto estado de calma, las siluetas de todas las cosas se alzan azabaches como vigías atentos y pacientes, inmóviles, como enmudecidos por la magnitud de la hermosura que no perece,que no muta y que, aún a pesar de ello, no cansa.
En mi camino a lo que antes era mi casa, árboles frutales y palmeras se recortan contra el cielo, como en un oasis soñado. Poco después, la bóveda celeste se llena de una pálida luz cuyo origen parece ignoto, pues el disco solar todavía no es visible. Esa luz, que apenas se refleja en la tierra, hace que el contraste entre el mundo de arriba y el de abajo sea evidente hasta un grado que casi causa dolor. Pero entonces la áurea corona del astro rey tiñe de oro las nubes bajas hasta hacerse presente. La salida del sol se me aparece en Alicante, justo al pasar por la zona porteña. El escenario no puede ser mejor: el mar, la silueta de algún barco de fondo, el sol naciente ascendiendo en pocos minutos, el puerto y la playa...