Relatos cortos, reflexiones en voz alta, experiencias de vida y algún que otro recuerdo sentimental para mis amigos y compañeros, todos grumetes en este barco nuestro que es la vida; una vida que hemos decidido compartir. Para vosotros, esta bitácora.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

El efecto boomerang. Capítulo 2

De algún modo Raúl consiguió encontrarme un sitio para sentarme y convencerme para que lo hiciera, pues rara vez me acomodo si sé que mi acompañante va a quedarse de pie. No habrían pasado ni cinco minutos cuando, desde la parte delantera del autobús se abrió paso un individuo notablemente alto con facciones tan eslavas como las de la mujer de la que acababa de despedirme. No fue, sin embargo, ni su altura ni su fisionomía lo que me llamó la atención. A todas luces aquel hombre se encontraba mal, terriblemente mal: su rostro estaba desencajado y su piel, pálida como la cera, empezaba adquirir una tonalidad verdosa nada saludable. No debía de estar a ni a dos pasos de nosotros cuando, de repente, se llevó la mano a la boca conteniendo una súbita náusea, mientras con la otra se aferraba a la ventana más próxima, consiguiendo, para el asombro de todos, abrirla para expulsar el vómito fuera. Casi pude oír las maldiciones e improperios varios que el conductor del automóvil de al lado profirió contra el maltrecho pasajero antes de que el coche de línea diese un giro y le perdiéramos de vista.
El hombre se tambaleó momentáneamente, presa del mareo, y yo me levanté sin pensar señalándole mi asiento. No tuve que insistir; el hombre se desplomó en él sin más, pero pocos segundos más tarde, cayendo en la cuenta de que de su boca y barbilla aún estaban sucias, empezó a rebuscar en sus bolsillos tratando de encontrar con qué limpiárselas. Fue entonces cuando sucedió. Recuerdo con toda claridad la mano tendida de Raúl sujetando un pañuelo blanco, limpio y pulcramente doblado en el ángulo de la mirada del eslavo. Le estaba ofreciendo su pañuelo de tela, con sus iniciales bordadas. El hombre miró el objeto ante sí por un segundo, y luego le miró a él antes de tomarlo en una mezcla de sorpresa e incredulidad. Había recobrado la consciencia y la expresión de sus ojos era todo un poema.
Tal vez hubiera ocurrido algo más de no haber sido porque el conductor, aprovechando una parada, salió de la cabina alertado por los pasajeros y le preguntó al hombre si se encontraba bien. En un castellano precario, el hombre dijo que sí, mientras nosotros nos preparábamos para bajar y,buscando la salida,le perdíamos de vista entre el gentío.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

El efecto boomerang. Capítulo 1

El día que le mi chal a aquella anciana prácticamente desconocida con la plena consciencia de que no volvería a recuperarlo, no imaginé ni por un momento que aquel gesto tan nimio, tan simple, acabaría salvándome la vida años después.
Era una asfixiante tarde de agosto en la que el calor, amalgamado con la humedad, se burlaba con descaro de los sistemas de ventilación del abarrotado autobús en el que viajábamos, por no mencionar los fútiles intentos de mover un aire inexistente con toda clase de improvisados abanicos.
Sentada frente a mí estaba María Horoshila, una mujer de pelo blanco peinado hacia atrás y recogido en un pulcro moño a la altura de la nuca. Su rostro reflejaba una bondad natural que la hacía parecer una afable abuelita de cuento; las gruesas gafas que usaba para leer colgaban de su cuello y reflejaban el sol poniente. María era la madre de la amiga de una amiga; llevaba en las venas la sangre de varias nacionalidades -rumana, polaca, rusa y tal vez otras de las que ni ella misma tenía consciencia- y prácticamente acabábamos de conocernos. Poco antes de que cogiéramos el transporte público, mientras me contaba con el ruso fluido propio de quienes han pasado por la educación soviética cómo había venido para substituir en el trabajo a su hija enferma, deambulamos por diversos puestecillos de ropa, buscando sin éxito un foulard con que abrigarse en el tren que la llevaría hasta el aeropuerto de Madrid. Eran cinco horas desde Barcelona hasta la capital en horario nocturno, y el sistema de aire acondicionado, en su afán de eficiencia, llegaba a resultar algo excesivo para un pasaje vespertino que, en su mayoría, prefería ocupar el trayecto durmiendo.
Al cabo de poco rato llegamos a la estación de tren, que era el lugar adonde yo la acompañaba y donde nuestros caminos habían de separarse. Antes de despedirnos saqué de mi bolso un viejo chal que solía llevar encima por costumbre; era largo y lo suficientemente tupido como para servir de improvisado abrigo, de modo que, tendiéndoselo a María, le pregunté si le sería útil. Su expresión de grata sorpresa y agradecimiento fueron la mejor respuesta que hubiera podido darme. Me aseguró que algún día me devolvería el favor si tenía ocasión, pero ambas sabíamos que las posibilidades de que volviéramos a encontrarnos eran escasas; yo por mi parte no esperaba volver a verla.
Habría preferido la comodidad y la rapidez del metro para volver a casa de no haberme encontrado con Raúl. Cuando, tiempo después, despareció de mi vida para cumplir la noble misión que se había propuesto realizar en un país lejano atendiendo a niños huérfanos y desamparados, llegué a comprender que su presencia me hipnotizaba y atraía con un imán porque estaba enamorada de él. Quizá por ello cuando me propuso coger el autobús no titubeé, a pesar de que el recuerdo del terrible viaje de ida hubiera podido ser un revulsivo más que suficiente...